En
una entrada anterior hablé del origen del título de la novela y de
cómo inicialmente había barajado “La Quinta Columna” hasta que
mi novia me dijo algo así como “pues JJ Benítez tiene un libro
que se llama igual y también va de extraterrestres...”.
Entonces recordé que en efecto yo había oído hablar de esa otra
“Quinta Columna”. Bueno, de esa otra no: de la única y original. Tú me entiendes. Eso me hizo
pensar en dos cosas. La primera, que vaya fastidio tener que buscar otro título. La segunda, más dolorosa si cabe, que cómo
es posible cometer un plagio tan descarado sin ser
consciente de ello. Pero, ¿había cometido plagio de verdad?
Estaba
convencido de que para establecer aquel título me había basado en
los moriscos granadinos de los siglos XV y XVI. Me venía de perlas
para sintetizar las contradicciones internas que experimentan los
personajes principales de la historia (bueno, casi todos, para qué nos vamos a engañar). Sin embargo, dado que mucho antes de eso yo
había oído hablar de la obra de JJ Benítez, asumo que mi mente me jugó una mala pasada. Una que tuve que corregir si no
quería que me acusaran de plagio o, mucho peor, vivir con la duda
de si en realidad lo hice.
Pero,
¿estoy justificando una posible mala pasada de mi mente para ocultar
que también plagié el argumento de La Quinta Columna de JJ Benítez?
No. Sólo quería usar una experiencia personal para poner de manifiesto un mecanismo de nuestra mente que, en este caso, actuó en mi faceta literaria. A nivel cotidiano existen muchos otros. Por ejemplo cuando hacemos un comentario que nos
parece novedoso y obtenemos como respuesta un ¡pero si fui yo quién te lo contó la semana pasada!. Ahí lo más curioso de todo es que por mucho que intentas recordarlo pues sí, te suena que alguien te lo dijo pero no eres capaz de visualizar ni el momento exacto ni a la persona que lo hizo.
Estas circunstancias tan confusas nos traen al meollo de la cuestión, porque ¿qué
es la influencia? ¿somos capaces de distinguir entre influencia, inspiración y plagio? ¿dónde acaba la influencia y
empieza la creatividad propia? Las respuestas a estas preguntas me importan no por
la imagen que alguien se pueda crear de mí al leer La Séptima
Fase, sino porque forman parte del camino que me
lleva a conocerme a mi mismo.
Es
algo que me parece fundamental como persona y como autor novato (o
novel si lo prefieres), porque si aspiro a tener mi propio estilo
entiendo que tengo que hacer el esfuerzo de autoanalizarme e intentar
valorar con la mayor objetividad posible si tal o cual aspecto de la
obra responde a la creatividad e imaginación propias o si sólo soy
un onanista que se hace p.... mentales con las ideas de otra persona.
Quizás
para el lector no sea un aspecto a tener en cuenta, o que más de uno
(o una), de rienda suelta a ese otro mecanismo mental a través del cual, a veces, lo solucionamos todo: “¡va!, ¡otro
pringao que comete plagio!”. Pero a mi, como persona y autor novato
me parece fundamental distinguir entre las ideas que desarrollé en apariencia desde la nada, de aquellas otras fruto de la reflexión que partió de la idea leída en un
libro o en el suplemento dominical, vista en una película o en las noticias de las tres, u oída en un programa de radio.
Porque hay algo que nos pasa a diario, y es que aunque no siempre seamos conscientes de ello, continuamente partimos de ideas ajenas y acabamos generando una propia que puede ser totalmente distinta a la de origen. Esto no es distinto en el ámbito de la escritura, no
cambia por el hecho de que en el caso de una obra (frente a una conversación privada), la visibilidad o exposición pública sea mayor. No. Eso es sólo una mera consecuencia. Lo realmente importante es que un@ sea consciente de lo que pasa en su cabeza.
En mi caso por ejemplo. ¿Tomé
ideas ajenas, reflexioné sobre ellas y acabé generando algún argumento
que poco o nada tenía que ver con la idea ajena de partida?
La respuesta es sí, seguro. Lo afirmo aunque sea
incapaz de poner un ejemplo. Y es que el problema más grave viene
cuando no recuerdas de dónde sacaste las ideas, cuando eres incapaz
de distinguir entre aquellas que tomaste prestadas o simplemente te inspiraron, de aquellas
otras que, ¡ahí es nada modesto!, asumes como propias y originales.
Si olvidas o no eres consciente de cuál fue exactamente
la idea ajena que te hizo reflexionar, corres el riesgo de acabar
pensando que tus reflexiones las superan con creces. ¿Parece
contradictorio? Pues es real. Y esto es muy pero que muy peligroso,
porque al cabo de los párrafos (o del tiempo si vuelves a corregir
la novela), puedes acabar generando un argumento muy similar al
argumento o idea ajena que hizo saltar el automático de tu
imaginación.
¿Cuál
es la conclusión que extraigo de todo esto? Pues que un escritor
debería estar muy atento y apuntar en una libreta todas aquellas ideas
ajenas que te parecen interesantes, y que al cabo de un tiempo te pueden llevar a generar tus propios argumentos secundarios.
Y es que por
mucho que creas o quieras ser un autor original, no significa que lo
seas. La necesidad de ser original puede llevar a que te creas una
bestia parda cuando en realidad no estás sino cometiendo plagio o,
ni mejor ni peor, simplemente haciendo el ridículo. Y si además de
no respetar las fuentes como se merecen llegas a olvidar cuál fue el
origen de esa idea que te hizo reflexionar hasta generar un argumento
propio, las consecuencias pueden ser mucho peores: acabar en un
callejón sin salida.
Las
ideas nunca surgen de la nada, como tampoco es normal que nos lleven
a cambiar nuestra forma de pensar o de ver la vida. No. Casi siempre
es al revés: si miras la realidad de una forma determinada sólo
serás capaz de concebir ideas acorde con esa perspectiva. La experiencia y los conocimientos adquiridos generan
un punto de vista particular. La mente se enfoca, tu mirada se fija sólo en aquello que quieres ver, incluso que
deseas ver. El resto de cosas sólo captarán tu atención si son tan
diametralmente opuestas a tu pensamiento que te permiten reforzar tu
postura a nivel consciente. Y la contradicción suele producir un efecto muy extraño: hace saltar nuestras alarmas produciendo de manera repentina un chute de conciencia que puede degenerar en la errónea consideración de que aquellas muestras
inconscientes que no entendíamos muy bien en nosotros mismos, eran
acertadas. Por supuesto que siempre he tenido razón. No podía ser de otra forma, ¡qué leches!
Todo
esto queda de manifiesto si nos fijamos en la política, donde en
función de la ideología de partida (o de partido), al fin y al cabo
una forma de concebir la realidad, se generan y proponen unas
soluciones concretas que no van sino encaminadas a
reforzar esa misma concepción de la realidad que ya se tenía desde
el principio. De este modo el acierto de la propuesta sólo será una confirmación de la ideología de partida. Claro que, ¿qué político admitirá esto?
Conclusión: si estás empezando a escribir te aconsejo que anotes en una libreta aquellas ideas que te llevan a
reflexionar y generar argumentos novelables. Y cuantos más detalles
anotes (dónde la oíste, quién la dijo), más seguro estarás de
que con el tiempo no vas a caer en tu propia trampa. Porque una cosa
es que los humanos aprendamos por imitación, y otra muy distinta que
te creas un innovador cuando en realidad estás cometiendo plagio.
Has
de aprender a asumir y mostrar con naturalidad cuáles son tus
fuentes de inspiración. De hecho, hay más probabilidades de
disfrutar de una buena conversación hablando sobre ellas que
hablando de esa idea propia que, en el fondo, sólo a ti te parece genial. Las fuentes no te empequeñecen. Al contrario, son
puentes.
(Entrada actualizada el 3 de marzo de 2013)
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